Dejé atrás la piedra con la que inocentemente tropecé mientras andaba por la única vereda visible en la inhóspita tierra de carnívoras plantas, pirañas con patas y serpientes de belleza nata.
Una roca más grande que una mosca pero más pequeña que una oca, de superficie lisa y clara como la cortina tras la ventana que por los rayos solares es atravesada. Un tumor arrancado de las entrañas de la montaña que fue arrastrado por las fieras aguas del río para hacer tropezar al ingenuo turista de esos remotos parajes hasta entonces desconocidos.
Ahora ha salido del zapato donde se mantuvo cautiva gracias al temor que su propia madre le transmitía, el miedo a la venganza de una dama traicionada, de un alma atormentada, de una diosa enojada. No abandonó el oloroso escondite a voluntad, le fue obligada porque debe cumplir la sentencia final: la trituración de su materia sin derecho a que su esencia trascienda.
Nada ni nadie puede negar un futuro encuentro con esa piedra, así como nada ni nadie puede garantizar tal encuentro; ni las carnívoras plantas, ni las pirañas con patas, mucho menos las serpientes de belleza nata, ni siquiera la misma montaña que fue madre y casa.
Sustancia mineral que por tu extensión formas parte insignificante del suelo desierto que aún camino, ¿por qué no has de morir en mis delirios? ¿Por qué has de vivir de mis recuerdos perdidos? ¿Por qué no te desintegras ni te erosionas como la tierra de la que te formas?
Tropecé y caí, hay que admitir. Lloré sí, pero me levanté para seguir. En cambio tú, destinada a estar ahí varada, dependiente de la ingenuidad del viajero que has de hacer tropezar. Compadezco al andante extranjero que cruce tu territorio, porque ya sea descalzo o calzado, está condenado a pisar tu materia y caer rendido ante tu extraña pero atractiva apariencia.
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